Deosamo: Mala Jornada

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Rebecca Harper, una agente de Policía, tiene un mal día.
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Capítulo 1: Mala jornada.

La Oficial Harper salió completamente furiosa del Departamento de Policía de la Ciudad de Boston. Había tenido un día terrible.

Un día pésimo, se corrigió mentalmente

Lo único que deseaba ahora mismo eran tres cosas: usar el whisky de la pequeña petaca que estaba en la guantera de su auto como enjuague bucal, llegar a su apartamento y darse una larga ducha, esperando quitar la humillación que hedía de ella, entre otras cosas, y dormir por un largo tiempo. Toda una vida, mejor, pensó con cansancio mientras se dirigía al estacionamiento de al lado de la Estación.

El recuerdo de lo que había sufrido en los vestidores todavía la dominaba. Sus rodillas aún le dolían, a pesar de que su pantalón negro, reglamentario para todo efectivo de la fuerza, sirvió como un colchón de tela para las mismas.

La agente siguió caminando a pasos agigantados hasta el estacionamiento, ni siquiera se detuvo a saludar al Cabo Hyde, un viejo canoso y taciturno que actuaba como vigilante del estacionamiento, aunque generalmente iba acompañado de un delgado periódico deportivo. Él solía actuar indiferente ante los saludos de los agentes de la ley, simplemente con una cabeceada, sin levantar la vista del periódico, incluso ante los Capitanes de Distrito; y eso ella la enfurecía. Harper lo saludaba sólo por hábito, antes de mostrar su identificación para salir o entrar y él viejo se limitaba a pulsar el botón para levantar la barrera que impedía el paso a los vehículos; todo esto, claro está, sin levantar la vista de lo que parecía ser el artículo deportivo más interesante del mundo. Cada vez que esté le devolvía el saludo de esa manera tan tosca, se preguntaba con frecuencia como un pelele como ese todavía seguía conservando su empleo, incluso cuando escuchaba rumores de autos que habían sido robados delante de las narices de ese incompetente vigilante. Rebecca deducía que era porque Leonard Hyde es un amigo íntimo del Comisionado Evans desde hace décadas, lo cual explicaba muchas cosas. Pero si fuera por ella, lo hubiera puesto de patitas en la calle desde hace un tiempo. Aunque nada de eso le importaba ahora.

El Cabo Hyde ni siquiera se detuvo a verla, tenía sus ojos fijos en un artículo que redactaba hábilmente los resultados del juego de la noche anterior (Patriotas de Nueva Inglaterra contra los Acereros de Pittsburgh), pero si lo hubiera hecho se habría llevado una maravillosa sorpresa gracias a la distraída morena.

Después de haber pasado al lado de la cabina de peaje del viejo oficial, la Oficial Harper siguió su camino con prisa. Ella giró hacia su derecha, donde se extendía el amplio estacionamiento, un piso de asfalto rodeado de paredes de concreto, con seis columnas metálicas para soportar el peso del techo de chapa y pocas ventanas. Era de noche y algunos de los focos de los faroles del techo estaban quemados, por lo que la iluminación era escasa. Ella paró en seco y hecho un vistazo a su alrededor, observando los vehículos que aún quedaban a esa hora hasta que dio con su auto, un Honda Civic bordo.

Extraño. Por un momento, olvidó donde lo había aparcado esa mañana, en el puesto 69 del estacionamiento. Con lo espantoso que había sido su día hubiera sido otro golpe a su orgullo descubrir que habían robado su coche por cierto vigilante incompetente. Sus pies se movieron irreflexivamente hacia el Honda, aumentando con cada paso su necesidad de quitarse ese desagradable sabor de boca, y, cuando estaba a sólo 5 metros, corrió directamente hacia la puerta del acompañante, desesperada por sentir el cálido sabor a whisky en sus papilas gustativas. Desesperada por suprimir el agrio sabor a verga que Grifth dejó en de la boca.

Se detuvo frente al vehículo. Metió su mano en uno de los bolsillos de su pantalón para busca sus llaves y sacó cinco dólares, una galleta de chocolate a medio comer y varios papeles de color amarillo hechos bolitas, "multas canceladas" como decía ella cuando algún automovilista le pagaba para evitar ser multado; pero no encontró las llaves.

No. No. No... ¡no, por favor!

Metió su otra mano en su bolsillo derecho, dejando caer en el piso lo que había sacado con anterioridad, y solamente encontró su billetera. Busco con nuevas esperanzas en sus bolsillos traseros, pero no tuvo suerte.

¡No están! Su angustia por los acontecimientos de la noche aumentó exponencialmente. Pero yo las tomé de mi casillero, sé que las puse en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. Yo sé que...

Están en tu uniforme. Le dijo su mente. Su subconsciente. Su parte razonable cuando se sentía perdida. Era la voz que aparecía en su cabeza de la nada. La voz que siempre le traía seguridad, tranquilidad y, a veces, hasta felicidad cuando la escuchaba, sin importar lo que diga. Las tomaste de tu casillero. Ella sabía que había sido así, no se equivocó con respecto a eso. Sólo debes buscar más a fondo. Eso le bastó para rebuscar en el resto de sus bolsillos.

Repitió el proceso de búsqueda probando suerte en los bolsillos de su camisola negra. Nada. Después volvió a probar en los demás bolsillos ya explorados de su pantalón, sacando la tela de los mismos para confirmar sus dudas y tirando distraídamente el contenido de estos en el suelo. Nada. Se detuvo a ver a su alrededor, fijó la vista por el suelo, volteó la cabeza en dirección al lugar por donde vino, buscó debajo del auto y sobre esté. Y nada.

-No las encuentro-murmuró, la desilusión se mesclaba con su resentida voz. Nunca había sido muy paciente que digamos. Y no le gustaba equivocarse.

Debes buscar más a fondo, clamo la voz de su conciencia en su mente, trayéndole calma. No has buscado en toda tu ropa.

¿En toda mi ropa? Se cuestionó así misma, por lo extraño de la idea, ya que la misma le parecía ridícula. En toda tu ropa. Pero sólo por un momento, antes de darse cuenta de que era la mejor que había tenido en el día.

Rebuscó desesperadamente en los lugares más ridículos. Se bajo los pantalones hasta las rodillas para buscar entre sus bragas, una tanga que cubría la mitad de sus nalgas trasera, pero dejaba la parte inferior expuesta. Nada. Se le ocurrió buscar en su sujetador, a veces guardaba cosas ahí, como éxtasis de las redadas en los de drogas que incautaba el Departamento; para ello aflojó su corbata negra, usada a juego junto con el resto del uniforme reglamentario, y se desabotono la camisola hasta dejar sus pechos al aire de la noche, solamente para caer en la cuenta de que hoy no se usaba sostén, le había resultado incómodo. Incluso se quitó los zapatos y calcetines, viéndose obligada a tocar el frio concreto del estacionamiento, para encontrar las jodidas llaves. Nada.

Entonces, Rebecca detuvo su búsqueda súbitamente.

Era como si algo en su interior, tal vez su sentido común resurgiendo en su psique, le dijera espontáneamente que estaba haciendo algo totalmente estúpido. Era como si hubiera estado soñando y la despertaran con un balde de agua fría. Pero no fue hasta que fijo su vista en su auto, más específicamente en la ventanilla del asiento del conductor, que se sintió completamente patética. No por haber tenido un pésimo día, no por perdido las llaves -o tan siquiera, por haber sido abusada en los vestidores de la estación por el cerdo de Grifth-, sino por lo que tenía delante de ella. La imagen le resulto chocante.

El vidrio negro polarizado mostraba a una joven mujer afroamericana, en sus 26 años, con el pelo enmarañado, los pantalones abajo, mostrando su tanga negra de estilo brasileño, y los senos al aire, pero con el leve consuelo de que sus pezones chocolateados eran tapados por las orillas de su camisola. En otra ocasión, me vería sexy, pensó amargamente. Claro, excepto por el pelo desordenado y el semen fresco sobre mi cara.

Eso era cierto, Rebecca Harper era sexy. Por supuesto que si, poseía un cuerpo de infarto, gracias al trabajo y al corto ejercicio diario que realizaba cada mañana en su casa antes ir a la Estación. Sus pechos eran de un buen volumen (copa C), su abdomen era plano y fuerte, su trasero era perfectamente redondo y firme, y sus piernas eran largas y sensuales, como le correspondería a una modelo de 1.70 M. Aunque su belleza no terminaba en su cuerpo. Tenía la cara en forma de corazón, con una barbilla regular y poco pronunciada, nariz delgada y pequeña, labios gruesos y sonrosados, pestañas largas y cejas arqueadas, y ojos almendrados. Su cabello era castaño oscuro y ondulado, le llegaba hasta los hombros. Todo esto combinado con su suave piel, color caramelo.

Ella era hermosa, lo sabía, tomaba ventaja de esto siempre que pretendía conseguir algo.

Era una lástima que su actitud tan altanera resultaba repelente para cualquiera que la conociera, ya que no tardaba en sacar a relucir su verdadero rostro después de un tiempo.

La agente Harper alzo la manga izquierda para limpiar los restos de semen de su rostro.

-¡Mierda! ¿En que estaba pensando? -Señalo con completa perplejidad.

Se apresuró a abotonar la parte superior de su uniforme y ordenar su corbata. Bajó sus manos para levantar el borde de sus pantalones, metió su camisola dentro de ellos y ajustó su cinturón. Y cuando se inclinó para recoger sus calcetines se encontró con una sorpresa.

Sus llaves. Estaban oportunamente acomodadas al lado de su calzado, unas botas de cuero negro de talle 39, como si hubieran aparecido por arte de magia.

O alguien las dejará en el suelo. El pensamiento de la duda de estar siendo observada entró rápidamente en su cabeza.

-Grifth... -Murmuro. Seguro que quiere otra mamada. -O algo más. ¡Carajo!

Ella giró la cabeza a ambos lados en la búsqueda del posible gordo imbécil que estaba jugando, nuevamente, con ella. Salió del aparcamiento de donde estaba parada hasta el centro del estacionamiento para encontrar que no había nadie más. Su primer pensamiento fue que se había ocultado y eso soló la hizo enfurecer.

Rebecca siempre había sido rápida para la ira.

En sus primeros años en la Fuerza, el Cabo Grifth, el Encargado de la Armería, le había destinado sus coqueteos patéticos cada vez que la veía. Él era un pelirrojo de sangre irlandesa -como siempre le gustaba decirlo- que se consideraba asimismo como un erudito bostoniano en filosofía de la vida, como todo un donjuán con las mujeres y como un matón que podía abatir a tres drogadictos con la devastadora fuerza de su dedo meñique. Claro que en lo que a ella respectaba, junto con el resto de sus compañeros del Departamento, Grifth no era nada de eso. Él no era más que un cobarde, estúpido y desagradable cerdo. Ella se lo hizo saber una tarde de verano, cuando lo descubrió tratando de espiarla en los vestidores mientras se cambiaba para ducharse. Su pecoso rostro irlandés mostró miedo cuando le dio un puntapié en sus testículos, dejándolo de rodillas ante ella, vulnerable a la consiguiente amenaza que le realizó si alguna pensaba hacer lo mismo de nuevo. En ese entonces, sabía que lo había puesto en su lugar en un parpadeó. O, mejor dicho, pensaba que lo había puesto en su lugar.

-¿Dónde carajos te ocultaste, saco de grasa? -Dijo con ira, procurando no levantar demasiado la voz para llamar la atención del vigilante.

No obtuvo respuesta.

El frio del concreto en las plantas de sus pies desnudos le hizo recordar que no llevaba calzado. Fue al aparcamiento donde estaban sus cosas tiradas y se colocó las botas con rapidez, mientras vigilaba sobre su espalda con paranoilla por si Grifth salía de la nada para que ella le hiciera un favorcito.

Una vez hecha la labor, recogió sus cosas del suelo, junto con la dichosa llave, y se propuso a buscar al estúpido irlandés para recordarles viejos tiempos en los vestidores y porque nunca debería haberlos olvidado. Pero antes de hacerlo, la volvió a oír. Debes irte. No es nadie.

Su ira disminuyo, pero no sé desvaneció.

Tal vez tuviera razón. Tal vez ella solamente se imaginó que alguien la acechaba. No obstante, el hecho de que sus llaves reaparecieran tan incomprensiblemente, después de haberlas buscado, literalmente, por toda su ropa, todavía la hacía dudar.

Si estaban en mi uniforme, entonces... ¿por qué no las encontré antes?

Es porque te sientes cansada. Abrumada por haber pasado una mala experiencia. Y quedar impotente ante una persona que considerabas inofensiva y patética.

Es cierto, desde que tenía memoria, Rebecca siempre era la que ganaba cualquier pelea. Ya sea contra los niños de su antiguo vecindario o contra los delincuentes de su trabajo, todos siempre habían recibido su merecido: un moretón en el ojo, una nariz quebrada, una nueva ventana para sus dientes y, a veces, una extremidad rota; brazos o piernas, lo que le resultará más fácil de romper dependiendo de la situación. Y lo mejor de todo, es que la violencia que infringía en las personas la hacía sentir a pleno. La adrenalina que asaltaba su cuerpo mientras repartía golpes era mejor que cualquier orgasmo que tenía con algunos de sus novios de una noche. Ella era, lo que sus compañeros decían a sus espaldas cuando creían que no los oía, una perra sádica. Y le gustaba serlo para que nadie se metiera con ella. Sabía que, si no hubiera sido policía, con autorización para golpear a cualquier imbécil, probablemente sería una criminal de la peor calaña.

Y quizás era por eso que la encargada de su sección, la Capitana Sanders, le había llamado la atención varias veces en los dos años. Incluso la había suspendido el día en que un conductor ebrio protesto al no querer pagarle un bono navideño de $150, a cambio de cancelar su multa de $300, después de haber acordado claramente con él. Para su suerte, fue suspendida por un día por uso excesivo de la fuerza contra un civil, en vez de ser despedida y encarcelada por "cancelar" multas. Era casi risible, ella perdió $300, todo un día de pago, pero apostaba que el borrachín, indirectamente responsable de su desgracia, había perdido más que eso, si es que había decidido operarse la nariz después de su breve encuentro con el bastón policial de la Oficial Harper.

Pero eso fue hace aproximadamente un año, ahora ella estaba del lado de la víctima. Nunca había sido una víctima, no desde que era niña al menos, y mucho menos ante un cerdo cobarde como Grifth.

-Tu sabes que te gusta... -le dijo Grifth mientras la agarraba por los costados de la cabeza con ambas manos y la empujaba para adelante y atrás, induciendo a que la boca de la oficial le diera mayor placer.

El breve recuerdo de sus palabras la hizo temblar y la trajo de vuelta a la realidad. La ira volvió a aumentar en su interior. Ella se puso en marcha, no hacia su auto, en dirección a la estación, más específicamente la Armería. Tenía que volver y proveerle mucho dolor, Rebecca siempre fue vengativa. Ojo por ojo, eran sus sagradas palabras.

Deja el asunto de lado. No. Ella no podía hacerlo. No era algo que hiciese. No era así como hacia las cosas la Oficial Rebecca Harper. Si lo es.

¿Lo era? Se detuvo tan bruscamente que casi se cae de cara al suelo.

Debes irte ahora. Se sentía confundida, pero tenía razón: debía irse ahora.

Ella volvió a donde estaba estacionado su Honda y se subió al mismo. Antes de poner el vehículo en marcha, tomó la petaca de acero inoxidable que estaba en la guantera y bebió un largo trago.

Debes empezar a perdonar. Su irá disminuyo, solamente para reemplazar ese sentimiento con la incertidumbre. Ella no quería saber nada sobre perdonar.

Puso el auto en marcha y en dirección a la entrada. El Cabo Hyde levantó la barrera antes de que ella pasará, algo que Rebecca agradeció con un gesto de mano y que el viejo vigilante ignoro por completo. Ni siquiera le había pedido su identificación para irse. Y la agente no se lo iba a discutir.

Tal vez así se perdieron varios vehículos, pensó sin darle mayor importancia. Más bien para distraerse de la voz de su consciencia.

Debes empezar a perdonar. Proclamó por segunda vez en su cabeza la voz de la serenidad. La estaba exasperando y empezaba a dudar de si misma de nuevo. Ella decidió ignorarlo, pero no pudo.

Tomó el camino por la calle Bowker Saint, para salir de la zona del Departamento de Policía del Distrito A-1, en dirección a New Chardon Saint, la calle principal, y una vez allí giro hacia su derecha por Cambridge Saint, una de las carreteras principales de la ciudad. Está era la ruta usual que tomaba para ir del trabajo a su casa y viceversa, un amplio apartamento ubicado entre las calles Boylston y Lagrange Saint, a unas cuadras del Boston Common, uno de los parques más antiguos de América.

Debes empezar a perdonar. Ella nunca olvidaba ningún insulto, ni perdonaba el mismo, y menos uno tan grande, eso era cierto. Pero ahora reconocía que hubo ocasiones en las que deseaba haberlo hecho.

Se detuvo en la intersección entre Cambridge y Tremont Saint, la calle que la llevaría a casa. Al parecer un conductor descuidado, e idiota, había sufrido un accidente y detenía el tráfico a unos 70 ms. El embotellamiento que generó no le permitía cambiar de carril y no podía dar la vuelta y tomar otra calle. Eso estaba prohibido, no obstante, el inconveniente radicaba en que había una patrulla de transito un poco más atrás; ella no estaba de humor para lidiar con esos odiosos palurdos. En otra ocasión, hubiera maldecido a las madres de todos los conductores con una rabia innata, pero ahora se sentía vulnerable prácticamente a... todo. Era inusual en Rebecca.

Debes empezar a perdonar. Y eso fue suficiente para que se desate un conflicto interno dentro de ella. La culpa y el fracaso emergió a borbotones, así como las lágrimas.

-Pero él abuso de mí -murmuro entre llorosos, apoyando la cabeza en el volante, sonaba como una niña en busca de excusas. Ahora se sentía mal con ella misma, culpable por no perdonar a Susy, su única amiga en su infancia, por reírse de su corte de pelo; por no perdonar a Geoffrey, su ex-novio de secundaria, por protestar cuando le sugirió hacer su relación un poco más abierta; por no perdonar a su padre cuando solicitó su compasión por teléfono, por lo que le hizo de niña, antes de que se suicidará en prisión hace 5 años; y a tantos otros más que había alejado de su vida, incluido Grifth, por ser demasiado orgullosa.

No lo hizo, tú te lo buscaste. Recuerda. Ahora su incertidumbre estaba siendo reemplazada por el desconcierto, y por algo más, aunque no era consciente de ello en ese momento.

¿Lo hice? Era extraño, hacia una media hora salía furiosa y perturbada de la Estación por pensar que ese gordo había abusado de ella, pero ahora se daba cuenta de que no estaba enojada con él por eso. Ni siquiera estaba enojada con él. De hecho, no sabía porque había estado tan enojada e irritada.

Fue porque tuviste un mal día. Es cierto, desde que se levantó adolorida de la cama había visto cómo su día marchaba de mal en peor. Gracias a la Capitana Sanders, el ejemplo viviente de la ética y la moralidad.

Y la obsesión al trabajo y la frustración sexual, pensó sin gracia.

Necesitabas descargar tus frustraciones. Había dos cosas que Rebecca Harper usaba para socavar sus frustraciones de lleno: golpear a alguien y coger. Y como ese día las calles estuvieron inusualmente calmas -y sin violencia- tenía que coger para sentirse en armonía. Indudablemente, su calentura había surgido de la nada. Necesitabas a Grifth. Claro que lo necesitaba, la mayoría de los oficiales masculinos del Departamento no se interesaban más en ella, gracias a su reputación de ser una perra sádica que disfrutaba de comentar lo malo que eran sus compañeros en la cama. Y Grifth era el único que se atrevía a coquetear con ella, incluso después de amenazarlo con denunciarlo por acoso sexual, aunque a sus espaldas y con un poco más de sutileza. Te ofreciste a él. Es cierto, lo hizo. Ella se lo había encontrado en el pasillo, cargando agua en un vaso de papel del dispensador, situado a tres metros de la puerta de los vestidores. Le revelaste que necesitabas sexo. La quijada de Grifth casi pareció desprenderse y sus ojos se dilataron cuando ella le dijo por tercera vez que necesitaba coger, las primeras dos veces no se lo había creído. Tú le sugeriste que usaran los vestidores femeninos. Por supuesto que lo hizo. Ella estaba cachonda en ese momento y los vestidores femeninos estaban vacíos a esa hora, Rebecca era la última de su grupo en salir porque necesitaba entregar un informe a Sanders, quien se quedaba investigando un caso hasta tarde, y sabía que no había ninguna otra mujer en el Departamento.